Francisco Layna Ranz es un poeta y académico español nacido en Madrid, en 1958. Es doctor en Filología Hispánica de la Universidad Complutense de Madrid. Entre otras publicaciones, es autor de La eficacia del fracaso: representaciones culturales en la segunda parte del Quijote (2005), USA Cervantes: 39 cervantistas en Estados Unidos (2009), y del libro de poemas Y una sospecha, como un dedo (2015).
Poemas de Y una sospecha como un dedo
Podemos imaginarnos un elefante sin trompa
Podemos imaginarnos un elefante sin
trompa, o dividida en dos mitades,
un cordero pascual que come carne, viva o
momia, un garza que deja al príncipe tirado en tierra, una cotorra que recita
de corrido a San Pablo, una estrella de mar que vuela desde China a Madagascar.
¿Cómo entonces sería ese bestiario? ¿De
amor, religioso, de índole política, castigo y aviso de futuro gobernante?
Lo mismo podríamos hacer con las plantas,
con inmensos y heteróclitos lapidarios.
Yo aquí también podría que amaneciera por
la tarde, que Dios existiera,
amén, perdón, luego, cuando lleguen los
alguaciles en algún domingo de Adviento.
(¡Oh Señor, ayuda a mi incredulidad! –San
Marcos 9, 24-)
Podría ponerme, por qué no, la voz en el
dorso, las manos en las costillas –al modo de los asideros cerámicos-,
convertir el oro en polvo, el azul
cerúleo del cielo en siena tostado.
Y ya está, así es si así lo propongo.
Pues bien, en tal caso mi infancia
seguiría ahí, lastre macilento, pergamino del asco.
A su vera aquella tos sobreactuada de mi
padre. El nombre de los que me cortaron pelo, alas, hemorragias…
Las convalecencias, los enemigos, el
miedo a perder los labios seguirían también ahí.
No está bien, seguro, tanta letra para el
mismo catastro, archivo de la debacle, no hablo en broma si digo anales de la
catástrofe.
Mi hija sabe de todo esto lo que no está
escrito. Tiene hambre, gana de patio y huerto. Me pregunta por las lombrices,
por la muerte, por el color de los lagartos.
Yo, claro está, puedo hacerme el
valentón, y proponer cambios a destajo.
Pero en el fondo del cajón reposarían
similares cosas, las tijeras primitivas, el paraguas del siglo nueve, anterior
incluso, la lápida a la espera de mis apellidos: Layna eres y en Layna te
convertirás. No hay solución, tan solo continuidad.
Por eso escribo en esta albura sin reglón
ni cuadrícula: para arrepentirme, para hacerme el muerto.
Me siento a rezar como quien oye llover
Me siento a rezar como quien oye llover.
En la deriva poco rumbo, la voluntad en
un hilillo de seda y de azar.
¿Me oyes, mamá, oyes cómo bebo el viento?
Me dejo mecer, floto, planeo, no hay
pastor ni barquero. La contemplación es para hombres de poco quehacer.
Hay ropa limpia en las transparencias del
cielo.
No soy nada, lo que quiera la brisa
intacta, desentendida, puesta de largo tras la siesta.
¿Hay alguien ahí?
El ser en la alas húmedas de un retoño de
libélula.
Van y regresan al canalón
Van y regresan al canalón. Una vez y una
vez más, lamiendo los balaústres de la plaza.
Quisieran estrellarse contra cualquier
obstáculo.
Acaparan el atrio, chirrían y se
precipitan volátiles.
La fragilidad de la tarde queda sometida
a sus dominios.
Los vencejos si paran, mueren.
Mueren la primera vez que tocan suelo, y
lo hacen como un Cristo sin cruz.
Discrepo: lo que está quieto, es, y es
porque el conato es una propensión, un esfuerzo. Nada más.
Pero por el hallazgo actúo, y en el
proceso quedan los errores puntuales, como se deja huella, escuela, heredad,
acento en un deseo de permanecer.
Aunque no se haya llegado, tal vez no sea
mala idea deshacer equipajes.
La escatología cristiana está demasiado
pendiente del futuro. Todo queda aplazado, en trámite de un juicio ulterior. La
perfección es una expectativa.
En lo provisional también hay etapas. ¿O
no es así? ¿No las hay en la plenitud? ¿Lo completo no tiene partes?
No obedece a ningún designio que algo
suceda y algo no. Una cosa ocurre en vez de otra. Eso es todo.
Ha sucedido.
Igual que la escritura, que solo es
posible una vez escrita.
Por eso Platón la identificó con la
muerte.
El escrito siempre yace, como cuerpo.
El participio, si es pasivo, descifra el
mundo.
Y yo leo ahora que alguien cuelga la
péñola en la espetera, y cierra el libro con un ”vale”, palabra de plegaria
para el difunto.
La escritura sepulta.
Ha tocado el suelo, y ya es, ya es para
que en mis manos sea, en estas manos y en este hoy, de nuevo, otra vez, una vez
y una vez más.
La memoria podrá identificarme, si
permanezco en ella.
La salvación podrá ser un eterno estado,
pero la inmediatez, lo que en este instante celebran los vencejos, lejos del
pavimento, esa inmediatez clausura este poema con un punto y final. Como todo,
ha tocado suelo, ha caído y en consecuencia acaba.
Es tu turno.
Notorios los cuervos entre las tumbas
Notorios
los cuervos entre las tumbas.
Les
incomoda mi presencia, como a ella. Graznan con saña, dejando en el aire un
charco de sangre, Japón en su bandera, cuatro cirios encendidos que iluminan,
apenas, un sombrero color cinabrio,
de
niña pequeña sobre la mesa de palo rosa.
Algún
cirio y también encendido en estas laudas,
David and
Carrie B. Nichols, born Oct 8, 1854, died Sept 24, 1855.
Gemelos,
muertos el mismo día, a un año del nacimiento.
Los
cuervos recuerdan, y saben a quién dañar, tiempo después.
Trío
de cuerda, desde el principio del poema.
El
lienzo dice que es dulce enhebrando agujas, pero la letra y su espíritu (san
Jerónimo en mi auxilio) anuncian acíbar en su córnea. Hilandera con daga y
bandeja en las manos.
Graznan
como si fueran la salpicadura de un sacrificio, atávicos, sabios, negros.
No
sé cómo decirlo,
tal
vez el aire en sus momentos, la broza que me llevó hasta los nombres: David y
Carrie. ¿Para qué nacer?
Dios
no existe y yo quiero volver a fumar. Siempre me sucede en las vísperas del
parapeto.
Los
cuervos van en procesión y se saben certeros.
¿Alguien
conmigo?
Un
almohadón, por ejemplo, fuera de su sitio, sucio, en mitad de una vasta
serranía.
El
ataúd, los líquenes, a lo lejos un carrillón…
Ortigas
en la cuna y púas en los jadeos. Un año de vida, seguramente un incendio en la
alcoba de los niños (no quiero pensar en atrocidades).
Tengo
una enemiga atroz de la que me gustaría hablar a los cuervos.
Ya
no me quedan mejillas, aquí, antes, en la casa tuya en la que siempre,
ineluctable, caigo enfermo (mi esposa Marta sabe bien de lo que hablo).
Tú
que ahora estás muerta, dime madre mía: ¿Por qué murieron aquellos niños? Si
Dios existiera me los dejaría ver. Y tal vez a ti con ellos.
Los
cuervos, los cuervos …. Cruzan como clérigos. Si yo pudiera iría con ellos y
les diría: asustemos con nuestras plumas a los borrachos.
Me
dices, ya en la cocina, cucharas, barreños, el pan: ten calma, hazlo por mí, lo
más prudente dejar que la lumbre continúe en el fuego.
¡Si
yo pudiera reconocer su odio como un hijo en buena guerra!
Quizá
afirme yo en exceso, contemporice poco.
Cualquiera
sabe, por otra parte, que la cortesía a veces es indiferencia…
Ella
cree, sin duda, que soy arrogante incluso cuando estoy ahorcado en la encina.
Charol en vez de mandrágora.
Cruzan
como clérigos. Si yo pudiera iría con ellos y les diría: asustemos, al menos un
poco, a los borrachos.
¡Qué
cruz esta tendencia a pensarme convicto, como la luna de la marea!
Hablo,
para entendernos, de niños muertos,
odios, cuervos…
Deslumbrados por el sol
Deslumbrados por el sol, los jinetes
galopan hacia el precipicio.
Se despeñan por las veredas más suaves y
serenas de la tarde.
Soy testigo, doy fe y afirmo, aunque no
soy yo quien revuelve y agita esta esfera inmensa de cristal.
Se resbalan por el aire abajo los
caballos, semilleros, vilanos de diente de león.
Sámaras perfectas, hélice del arce.
Giran esparcidas esas semillas por una
mano inmensurable.
Tenue cae, vaporosa, la pestaña de un
alma en eterna pena.
El aire ocupa lugar, y en él el polvo
flota ajeno a las sombras del universo.
Bandadas de estorninos tintan de negro el
sol declinante, enjambres, bancos, arrecifes livianos como el tímpano de las
medusas, aquellas que bajaban
en la luz inicial, poema octavo, desde la
Vía Láctea.
Ocelos de mariposa en la retina de esta
luz a medio camino entre el azúcar y la tristeza.
Sobre tus manos levantadas caen, como el
que recibe de Dios sus lágrimas, la harina desmenuzada de la nada.